LOS ESPACIOS OTROS*
Michel Foucault
Una reflexión sobre espacios donde las funciones y las percepciones se desvà an en relación con los lugares comunes donde la vida humana se desarrolla
Nadie ignora que la gran obsesión del siglo xix, su idea fija, fue la historia: ya como desarrollo y fin, crisis y ciclo, acumulación del pasado, sobrecarga de muertos o enfriamiento amenazante del mundo. El siglo xix encontró en el segundo principio de la termodinámica el grueso de sus recursos mitológicos. Nuestra época serà a más bien la época del espacio. Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla. Podrà a decirse acaso que las disputas ideológicas que animan las polémicas actuales se verifican entre los descendientes devotos del tiempo y los empedernidos habitantes del espacio. El estructuralismo, o al menos lo que se agrupa bajo esa rúbrica un tanto genérica, consiste en el esfuerzo para establecer, entre elementos que a lo largo del tiempo han podido estar desperdigados, un conjunto de relaciones que los haga aparecer como una especie de configuración; y con esto no se trata tanto de negar el tiempo, no; es un modo determinado de abordar lo que se denomina tiempo y lo que se denomina historia.
No podemos dejar de señalar no obstante que el espacio que se nos descubre hoy en el horizonte de nuestras inquietudes, teorà as, sistemas no es una innovación; el espacio, en la experiencia occidental, tiene una historia, y no cabe ignorar por más tiempo este fatal entrecruzamiento del tiempo con el espacio. Para bosquejar aunque sea burdamente esta historia del espacio podrà amos decir que en la Edad Media era un conjunto jerarquizado de lugares: lugares sagrados y profanos, lugares resguardados y lugares, por el contrario, abiertos, sin defensa, lugares urbanos y lugares rurales (dispuestos para la vida efectiva de los humanos); la teorà a cosmológica distinguà a entre lugares supracelestes, en oposición a los celestes; y lugares celestes opuestos a su vez a los terrestres; habà a lugares en los que los objetos se encontraban situados porque habà an sido desplazados a pura fuerza, y luego lugares, por el contrario, en que los objetos encontraban su emplazamiento y su sitio naturales. Toda esta jerarquà a, esta oposición, esta superposición de lugares constituà a lo que cabrà a llamar groseramente el espacio medieval, un espacio de localización.
La apertura de este espacio de localización vino de la mano de Galileo, pues el verdadero escándalo de la obra de Galileo no fue tanto el haber descubierto, el haber redescubierto, más bien, que la Tierra giraba alrededor del Sol, sino el haber erigido un espacio infinito, e infinitamente abierto. de tal modo que el espacio de la Edad Media se encontraba de algún modo como disuelto, el lugar de una cosa no era sino un punto en su movimiento, tanto como el repose de una cosa no era sino un movimiento indefinidamente ralentizado. En otras palabras, desde Galileo, desde el siglo xviii, la extensión sustituye a la localización.
Espacio de ubicación
En la actualidad, la ubicación ha sustituido a la extensión, que a su vez sustituyó a la localización. La ubicación se define por las relaciones de vecindad entre puntos o elementos; formalmente, puede describirse como series, árboles, cuadrà culas.
Por otro lado, es conocida la importancia de los problemas de ubicación en la técnica contemporánea: almacenamiento de la información o de los resultados parciales de un cálculo en la memoria de una máquina, circulación de elementos discrecionales, de salida aleatoria (caso de los automóviles y hasta de los sonidos en una là nea telefónica), marcación de elementos, señalados o cifrados, en el interior de un conjunto ya repetido al azar, ya ordenado dentro de una clasificación unà voca o según una clasificación plurà voca, etc.
Más en concreto, el problema del lugar o de la ubicación se plantea para los humanos en términos de demografà a; y este último problema de la ubicación humana no consiste simplemente en resolver la cuestión de habrá bastante espacio para la especie humana en el mundo —problema, por lo demás, de suma importancia—, sino también en determinar qué relaciones de vecindad, qué clase de almacenamiento, de circulación, de marcación, de clasificación de los elementos humanos debe ser considerada preferentemente en tal o cual situación para alcanzar tal o cual fin. Vivimos en una época en la que espacio se nos ofrece bajo la forma de relaciones de ubicación.
Sea como fuere, tengo para mà que la inquietud actual se suscita fundamentalmente en relación con el espacio, mucho más que en relación con el tiempo; el tiempo no aparece probablemente más que como uno de los juegos de distribución posibles entre los elementos que se reparten en el espacio.
Ahora bien, pese a todas las técnicas que lo delimitan, pese a todas las redes de saber que permiten definirlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo no está todavà a completamente desacralizado —a diferencia sin duda del tiempo, que sà lo fue en el siglo xix—. Es verdad que ha habido una cierta desacralización teórica del espacio ( a la que la obra de Galileo dio la señal de partida), pero quizás aún no asistimos a una efectiva desacralización del espacio. Y es posible que nuestra propia vida esté dominada por un determinado número de oposiciones intangibles, a las que la institución y la práctica aún no han osado acometer; oposiciones que admitimos como cosas naturales: por ejemplo, las relativas al espacio público y al espacio privado, espacio familiar y espacio social, espacio cultural y espacio productivo, espacio de recreo y espacio laboral; espacios todos informados por una sorda sacralización.
La obra —inmensa de Bachelard—, las descripciones de los fenomenólogos nos han hecho ver que no vivimos en un espacio homogéneo y vacà o, sino, antes bien, en un espacio poblado de calidades, un espacio tomado quizás por fantasmas: el espacio de nuestras percepciones primarias, el de nuestros sueños, el de nuestras pasiones que conservan en sà mismas calidades que se dirà an intrà nsecas; espacio leve, etéreo, transparente o, bien, oscuro, cavernario, atestado; es un espacio de alturas, de cumbres, o por el contrario un espacio de simas, un espacio de fango, un espacio que puede fluir como una corriente de agua, un espacio que puede ser fijado, concretado como la piedra o el cristal.
Estos análisis, no obstante, aun siendo fundamentales para la reflexión contemporánea, hacen referencia sobre todo al espacio interior. Mi interés aquà es tratar del espacio exterior.
El espacio que habitamos, que nos hace salir fuera de nosotros mismos, en el cual justamente se produce la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia, este espacio que nos consume y avejenta es también en sà mismo un espacio heterogéneo. En otras palabras, no vivimos en una especie de vacà o, en cuyo seno podrà an situarse las personas y las cosas. No vivimos en el interior de un vacà o que cambia de color, vivimos en el interior de un conjunto de relaciones que determinan ubicaciones mutuamente irreductibles y en modo alguno superponibles.
Nada costarà a, claro está, emprender la descripción de estas distintas ubicaciones, investigando cuál es el conjunto de relaciones que permite definir esa ubicación. Sin ir más lejos, describir el conjunto de relaciones que definen las ubicaciones de las travesà as, las calles, los ferrocarriles (el ferrocarril constituye un extraordinario haz de relaciones por cuyo medio uno va, asimismo permite desplazarse de un sitio a otro y él mismo también se desplaza). Podrà a perfectamente describir, por el haz de relaciones que permite definirlas, las ubicaciones de detención provisional en que consisten los cafés, los cinematógrafos, las playas. De igual modo podrà an definirse, por su red de relaciones, los lugares de descanso, clausurados o semiclausurados, en que consisten la casa, el cuarto, el lecho, etc. Pero lo que me interesa son, entre todas esas ubicaciones, justamente aquellas que tienen la curiosa propiedad de ponerse en relación con todas las demás ubicaciones, pero de un modo tal que suspenden, neutralizan o invierten el conjunto de relaciones que se hallan por su medio señaladas, reflejadas o manifestadas. Estos espacios, de algún modo, están en relación con el resto, que contradicen no obstante las demás ubicaciones, y son principalmente de dos clases.
Heterotopà as
Tenemos en primer término las utopà as. Las utopà as son los lugares sin espacio real. Son los espacios que entablan con el espacio real una relación general de analogà a directa o inversa. Se trata de la misma sociedad en su perfección máxima o la negación de la sociedad, pero, de todas suertes, utopà as con espacios que son fundamental y esencialmente irreales.
Hay de igual modo, y probablemente en toda cultura, en toda civilización, espacios reales, espacios efectivos, espacios delineados por la sociedad misma, y que son una especie de contraespacios, una especie de utopà as efectivamente verificadas en las que los espacios reales, todos los demás espacios reales que pueden hallarse en el seno de una cultura están a un tiempo representados, impugnados o invertidos, una suerte de espacios que están fuera de todos los espacios, aunque no obstante sea posible su localización. A tales espacios, puesto que son completamente distintos de todos los espacios de los que son reflejo y alusión, los denominaré, por oposición a las utopà as, heterotopà as: y tengo para mà que entre las utopà as y esos espacios enteramente contrarios, las heterotopà as, cabrà a a no dudar una especie de experiencia mixta, mà tica, que vendrà a representada por el espejo. El espejo, a fin de cuentas, es una utopà a, pues se trata del espacio vacà o de espacio. En el espejo me veo allà donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente tras la superficie, estoy allà , allà donde no estoy, una especie de sombra que me devuelve mi propia visibilidad, que me permite mirarme donde no está más que mi ausencia: utopà a del espejo. pero es igualmente una heterotopà a, en la medida en que el espejo tiene una existencia real, y en la que produce, en el lugar que ocupo, una especie de efecto de rechazo: como consecuencia del espejo me descubro ausente del lugar porque me contemplo allà . Como consecuencia de esa mirada que de algún modo se dirige a mà , desde el fondo de este espacio virtual en que consiste el otro lado del cristal, me vuelvo hacia mi persona y vuelvo mis ojos sobre mà mismo y tomo cuerpo allà donde estoy; el espejo opera como una heterotopà a en el sentido de que devuelve el lugar que ocupa justo en el instante en que me miro en el cristal, a un tiempo absolutamente real, en relación con el espacio ambiente, y absolutamente irreal, porque resulta forzoso, para aparecer reflejado, comparecer ante ese punto virtual que está allà .
En cuanto a las heterotopà as propiamente dichas, ¿cómo podrà amos definirlas, en qué consisten? Podrà amos suponer no tanto una ciencia, un concepto tan prostituido en este tiempo, como una especie de descripción sistemática que tendrà a como objeto, en una sociedad dada, el estudio, el análisis, la descripción, la «interpretación», como gusta decirse ahora, de esos espacios diferentes, de esos otros espacios, una suerte de contestación a un tiempo mà tica y real del espacio en que vivimos: descripción que podrà amos llamar la heterotopologà a. He aquà una constante de todo grupo humano. Pero las heterotopias adoptan formas muy variadas y acaso no encontremos una sola forma de heterotopà a que sea absolutamente universal. no obstante, podemos clasificarlas en dos grandes tipos.
En las sociedades “primitivas” se da una cierta clase de heterotopà as que podrà amos denominar heterotopias de crisis, es decir, que hay lugares aforados, o sagrados o vedados, reservados a los individuos que se encuentran en relación con la sociedad, y en el medio humano en cuyo seno viven, en crisis a saber: los adolescentes, las menstruantes, las embarazadas, los ancianos, etc.
En nuestra sociedad, este tipo de heterotopias de crisis van camino de desaparecer, aunque todavà a es posible hallar algunos vestigios. Sin ir más lejos, la escuela, en su forma decimonónica, el servicio militar, en el caso de los jóvenes, han tenido tal función, las primeras manifestaciones de la sexualidad masculina debà an verificarse por fuerza «fuera» del ámbito familiar. En el caso de las muchachas, hasta mediados del siglo xx, imperaba la costumbre del «viaje de bodas»: es una cuestión antiquà sima. La pérdida de la flor, en el caso de las muchachas, tenà a que producirse en «tierra de nadie» y, a tales efectos, el tren, el hotel, representaba justamente esa «tierra de nadie», esta heterotopà a sin referencias geográficas.
Más estas heterotopà as de crisis en la actualidad están desapareciendo y están siendo reemplazadas, me parece, por heterotopà as que cabrà a llamar de desviación, es decir: aquellas que reciben a individuos cuyo comportamiento es considerado desviado en relación con el medio o con la norma social. Es el caso de las residencias, las clà nicas psiquiátricas; es también el caso de las prisiones y también de los asilos, que se encuentran de algún modo entre las heterotopà as de crisis y las heterotopà as de desviación, pues, a fin de cuentas, la vejez es una crisis, y al mismo tiempo una desviación, porque en nuestra sociedad, en la que el tiempo libre es normativizado, la ociosidad supone una especie de desviación.
El segundo principio de esta sistemática de las heterotopà as consiste en que, en el decurso de su historia, una sociedad suele asignar funciones muy distintas a una misma heterotopà avigente; de hecho, cada heterotopà a tiene una función concreta y determinada dentro de una sociedad dada, e idéntica heterotopà a puede, según la sincronà a del medio cultural, tener una u otra función.
Pondrà a como ejemplo la sorprendente heterotopà a del cementerio. El cementerio constituye un espacio respecto de las espacios comunes, es un espacio que está no obstante en relación con el conjunto de todos los espacios de la ciudad o de la sociedad o del pueblo, ya que cada persona, cada familia tiene a sus ascendientes en el cementerio. En la cultura occidental, el cementerio ha existido casi siempre. Pero ha sufrido cambios de consideración. Hasta finales del siglo xviii, el cementerio estaba situado en el centro mismo de la ciudad, en los aledaños de la iglesia, con una disposición jerárquica múltiple. Allà se encuentra el pudridero en el que los cadáveres terminan por despojarse de sus últimas briznas de individualidad, sepulturas individuales y sepulturas en el interior de la iglesia. Tales sepulturas eran de dos clases, a saber: lápidas con una inscripción o mausoleos con una estatuaria. Tal cementerio, que se situaba en el espacio sagrado de la iglesia, ha tomado en las civilizaciones modernas un cariz muy distinto y es, sorprendentemente, en la época en la que la civilización se torna, como suele decirse groseramente, «atea», cuando la cultura occidental ha inaugurado lo que conocemos como el culto a los difuntos.
Aunque bien mirado, es perfectamente natural que en la época en la que se creà a efectivamente en la resurrección de la carne y en la inmortalidad del alma no se prestara a los restos mortales demasiada importancia. Por el contrario, desde el momento en que la fe en el alma, en la resurrección de la carne declina, los restos mortales cobran mayor consideración, pues, a la postre, son las únicas huellas de nuestra existencia entre los vivos y entre los difuntos.
Sea como fuere, no es sino a partir del siglo xix cuando cada persona tiene derecho al nicho y a su propia podredumbre: pero, por otro lado, sólo a partir del siglo xix es cuando se comienza a instalar los cementerios en la periferia de las ciudades. Parejamente a esta individualización de la muerte y a la apropiación burguesa del cementerio, surge la consideración obsesiva de la muerte como «enfermedad». Los muertos son los que contagian las enfermedades a los vivos y es la presencia y la cercanà a de los difuntos pared con pared con las viviendas, la iglesia, en medio de la calle, esta proximidad de la muerte es la que propaga la misma muerte. Esta gran cuestión de la enfermedad propagada por el contagio de los cementerios persiste desde finales del siglo xviii, siendo a lo largo del siglo xix cuando se comienzan a trasladar los cementerios a las afueras. Los cementerios no constituyen tampoco el viento sagrado e inmortal de la ciudad, sino la «otra ciudad», en la que cada familia tiene su última morada.
Tercer principio. La heterotopà a tiene el poder de yuxtaponer en un único lugar real distintos espacios, varias ubicaciones que se excluyen entre sà . Asà , el teatro hace suceder sobre el rectángulo del escenario toda una serie de lugares ajenos entre sà ; asà , el cine no es sino una particular sala rectangular en cuyo fondo, sobre una pantalla de dos dimensiones, vemos proyectarse un espacio de tres dimensiones; pero, quizás, el ejemplo más antiguo de este tipo de heterotopà as, en forma de ubicaciones contradictorias, viene representado quizás por el jardà n. No podemos pasar por alto que el jardà n, sorprendente creación ya milenaria, tiene en Oriente significaciones harto profundas y como superpuestas. El jardà n tradicional de los persas consistà a en un espacio sagrado que debà a reunir en su interior rectangular las cuatro partes que simbolizan las cuatro partes del mundo, con un espacio más sagrado todavà a que los demás a guisa de punto central, el ombligo del mundo en este medio (ahà se situaban el pilón y el surtidor); y toda la vegetación del jardà n debà a distribuirse en este espacio, en esta especie de microcosmos. En cuanto a las alfombras, eran, al principio, reproducciones de jardines. El jardà n es una alfombra en la que el mundo entero alcanza su perfección simbólica y la alfombra es una especie de jardà n portátil. El jardà n es la más minúscula porción del mundo y además la totalidad del mundo. El jardà n es, desde la más remota Antigüedad, una especie de heterotopà a feliz y universalizadora (de ahà nuestros parques zoológicos).
Heterocronà as
Cuarto principio. Las heterotropà as están ligadas, muy frecuentemente, con las distribuciones temporales, es decir, abren lo que podrà amos llamar, por pura simetrà a, las heterocronà as: la heterotopà a despliega todo su efecto una vez que los hombres han roto absolutamente con el tiempo tradicional: asà vemos que el cementerio es un lugar heterotópico en grado sumo, ya que el cementerio se inicia con una rara heterocronà a que es, para la persona, la pérdida de la vida, y esta cuasieternidad en la que no para de disolverse y eclipsarse.
De un modo general, en una sociedad como ésta, heterotopà a y heterocronà a se organizan y se ordenan de una forma relativamente compleja. Hay, en primer término, heterotopà as del tiempo que se acumula hasta el infinito, por ejemplo, los museos, las bibliotecas; museos y bibliotecas son heterotopà as en las que el tiempo no cesa de amontonarse y posarse hasta su misma cima, cuando hasta el siglo xvii, hasta finales del siglo xvii incluso, los museos y las bibliotecas constituà an la expresión de una elección particular. Por el contrario, la idea de acumularlo todo, la idea de formar una especie de archivo, el propósito de encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas, todos los gustos, la idea de habilitar un lugar con todos los tiempos que está él mismo fuera de tiempo, y libre de su daga, el proyecto de organizar de este modo una especie de acumulación perpetua e indefinida del tiempo en un lugar inmóvil es propio de nuestra modernidad. El museo y la biblioteca son heterotopà as propias de la cultura occidental del siglo xix.
Frente a esas heterotopà as, que están ligadas a la acumulación del tiempo, hay heterotopà as que están ligadas, por el contrario, al tiempo en su forma más fútil, más efà mera, más quebradiza, bajo la forma de fiesta. Tampoco se trata de heterotopà as permanentes, sino completamente crónicas. Tal es el caso de las ferias, esos magnà ficos emplazamientos vacà os al borde de las ciudades, que se pueblan, una o dos veces por año, de barracas, de puestos, de un sinfà n de artà culos, de luchadores, de mujeres-serpientes, de decidoras de la buenaventura. Incluso muy recientemente, se ha inventado una nueva heterotopà a crónica, a saber, las ciudades de vacaciones; esas ciudades polinesias que ofrecen tres semanas de una desnudez primitiva y eterna a los habitantes urbanos; y puede verse además que, en estas dos formas de heterotopà a, se reúnen la de la fiesta y la de la eternidad del tiempo que se acumula; las chozas de Djerba están en cierto sentido emparentadas con las bibliotecas y los museos, pues, reencontrando la vida polinesia, se suprime el tiempo, pero también se encuentra el tiempo, es toda la historia de la humanidad la que se remonta hasta su origen como una suerte de gran sabidurà a inmediata.
Quinto principio. Las heterotopà as constituyen siempre un sistema de apertura y cierre que, al tiempo, las aà sla y las hace penetrables. Por regla general, no se accede a un espacio heterópico asà como asà . O bien se halla uno obligado, caso de la trinchera, de la prisión, o bien hay que someterse a ritos o purificaciones. No se puede acceder sin una determinada autorización y una vez que se han cumplido un determinado número de actos. Además, hay heterotopà as incluso que están completamente consagradas a tales rituales de purificación, purificación medio religiosa medio higiénica como los hammas de los musulmanes, o bien purificación nà tidamente higiénica como las saunas escandinavas.
Por el contrario, hay otras que parecen puras y simples aperturas, pero que, por regla general, esconden exclusiones, muy particulares: cualquier persona puede penetrar en ese espacio heterotópico, pero, a decir verdad, no es más que una quimera: uno cree entrar y está, por el mismo hecho de entrar, excluido. Pienso, por ejemplo, en esas inmensas estancias de Brasil o, en general, de Sudamérica. La puerta de entrada no da a la pieza donde vive la familia y toda persona que pasa, todo visitante puede perfectamente cruzar el umbral, entrar en la casa y pernoctar. Ahora bien, tales dependencias están dispuestas de tal modo que el huésped que pasa no puede acceder nunca al seno de la familia, no es más que un visitante, en ningún momento es un verdadero huésped. De esta clase de heterotopà a, que ha desaparecido en la práctica en nuestra civilización, pueden acaso advertirse vestigios en los conocidos moteles americanos, a los que se llega con el automóvil y la querida y en los que la sexualidad ilà cita está al mismo tiempo completamente a cubierto y completamente escondida, en un lugar aparte, sin estar sin embargo a la vista.
En fin, la última singularidad de las heterotopà as consiste en que, en relación con los demás espacios, tienen una función, la cual opera entre dos polos opuestos. O bien desempeñan el papel de erigir un espacio ilusorio que denuncia como más ilusorio todavà a el espacio real, todos los lugares en los que la vida humana se desarrolla. Quizás es ese el papel que desempeñaron durante tanto tiempo los antiguos prostà bulos, hoy desaparecidos. O bien, por el contrario, erigen un espacio distinto, otro espacio real, tan perfecto, tan exacto y tan ordenado como anárquico, revuelto y patas arriba es el nuestro. Ésa serà a la heterotopà a no tanto ilusoria como compensatoria y no dejo de preguntarme si no es de algún modo ése el papel que desempeñan algunas colonias.
En determinados supuestos han desempeñado, en el plano de la organización general del espacio terrestre, el papel de la heterotopà a. Pienso por ejemplo en el papel de la primera ola de colonización, en el siglo xvii, en esas sociedades puritanas que los ingleses fundaron en América, lugares de perfección suma.
Pienso también en esas extraordinarias reducciones jesuitas de América del Sur: colonias maravillosas, absolutamente reguladas, en las que la perfección humana era un hecho. Los jesuitas del Paraguay habà an establecido reducciones en las que la existencia estaba regulada en todos y cada uno de sus aspectos. La población estaba ordenada conforme a una disposición rigurosa en derredor de una plaza central al fondo de la cual se levantaba la iglesia: a un lado, la escuela, al otro, el cementerio y, detrás, enfrente de la iglesia, se abrà a una calle en la que confluà a perpendicularmente otra; cada familia tenà a su cabaña a lo largo de esos dos ejes, y de este modo se reproducà a exactamente el sà mbolo de la Cruz. La Cristiandad señalaba de este modo con su sà mbolo fundamental el espacio y la geografà a del mundo americano.
La vida cotidiana de las personas estaba regulada menos a golpe de sirenas que de campanas. Toda la comunidad tenà a fijado el descanso y el inicio del trabajo a la misma hora: la comida al mediodà a y a las cinco; luego se acostaban y a la medianoche era la hora del llamado descanso conyugal, esto es, nada más sonar la campana del convento, todos y cada uno debà an cumplir con su débito.
Prostà bulos y colonias son dos clases extremas de la heterotopà a y si se para mientes, después de todo, en que la nave es un espacio flotante del espacio, un espacio sin espacio, con vida propia, cerrado sobre sà mismo y al tiempo abandonado a la mar infinita y que, de puerto en puerto, de derrota en derrota, de prostà bulo en prostà bulo, se dirige hacia las colonias buscando las riquezas que éstas atesoran, puede comprenderse la razón por la que la nave ha sido para nuestra civilización, desde el siglo xvi hasta hoy, al tiempo, no sólo, por supuesto, el mayor medio de desarrollo económico (no hablo de eso ahora), sino el mayor reservorio de imaginación. La nave constituye la heterotopà a por excelencia. En las civilizaciones de tierra adentro, los sueños se agotan, el espionaje sustituye a la aventura y la policà a a los piratas.

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